“Los sueños que se sueñan despierto, consiguen del universo un empujoncito extra"
El Dr. David Rebatta posa junto a sus colegas, los doctores Valdovinos, Rinaldi y Martinez, las enfermeras Rodriguez, Marchesini, Mayer y el enfermero Pablo Marquez y el personal de maestranza del Hospital de San Ignacio (1.987).-
Empezaba su recorrido por la vida, pequeño y audaz, ansiando vivir feliz sin impedimento alguno, y, aunque aún no sabía a donde ir, su osadía no permitía que el miedo tomara el control; así fue como todo empezó, la abuela María, aún en el principio, cuando sus dolencias la afectaban, vaticino que ese niño pequeño, su nieto, quien masajeaba dulcemente sus piernas, sería un doctor.
En medio de un terremoto que sacudió a las provincias de San Juan y Mendoza en la República Argentina, y cuyo coletazo estremeció a la linda Limeña, la ciudad de Lima, Perú (coronada tres veces como “ciudad de los reyes”), este niño exteriorizo su primer suspiro. Creció entre los bullicios de pájaros, lo que suele contar que se parecían a los ruidos de pequeños divirtiéndose, entre juguetes improvisados de madera cuando aún no se usaba el dañino plástico, lanzándose a diario a caminar mientras descubría los sabores de los dulces, de las comidas y de la vida.
Terminada su educación primaria y secundaria, habiendo trabajado desde pequeño, llegó la etapa de empezar a ahorrar dinero para seguir sus estudios superiores, los cuales, en esa época, eran un privilegio de pocos; nunca se resignó, ofreció cada moneda ganada a su atesorado botín, el cual, además de ayudarlo a cumplir su sueño, tenía como destino el ayudar a sus hermanos y aportar a la cocina familiar.
El Dr. David Rebatta cursando sus estudios primarios en la Escuela 403 de su Lima natal (1.948).-
Por un momento no alcanzó, por un escaso momento vio frustrada su entrada a una educación universitaria en Lima, pero nunca dejo de soñar, y, como dicen por ahí, sueños que se sueñan despierto, consiguen del universo un empujoncito extra. Y así fue, se le cumplió la oportunidad de poder dejar su tierra, su familia, sus conocidos olores y los amores juveniles, todo para iniciar un camino distinto, uno que se encontraba lejos, en un suelo que conocía de oídas y a quien agradecía la oportunidad de ese abrazo multicultural.
La Argentina abrió sus puertas a extranjeros para que vinieran a formarse en sus universidades y, en la mayoría de los casos, solo pudieron llegar a base de ilusiones; con un itinerario de ocho mil kilómetros en once días, se acercaban a uno de los mejores países del mundo, el quinto por aquellos momentos. De esta manera, Carol, como era llamado con cariño por su abuela, empezó el trayecto hacia su ansiada profesión, la medicina, en una provincia en franco crecimiento desde donde se vislumbraba la construcción de un puente inter provincial y un hospital escuela dotado de equipos y tecnología de punta.
El cambio de un país a otro, no solo le modificó el paisaje, fue adoptado por la tierra del Taraguí; cambió el paisaje de la costa del océano Pacífico por el de la costa del río Paraná, adornada por la selva misionera y que hechizaba con las costumbres de esa mágica región. El guaraní, el chamamé, el sapucai se le pego poco a poco, se le fueron grabando a fuego los recuerdos de esos primeros días en los cuales se habituó de inmediato al trato con la gente, a la alegría casi inocente de ese “pueblo país” con identidad de ser una república aparte, a su cultura e identidad; fue cobijado por la amplitud de sus cielos y campos, conoció el coraje y la guapeza de los domadores, las yerras, la veneración a las vírgenes de Lujan, de Itatí y Caá-Cupe, a lo que él aportó con sus propias creencias acompañado con las estampitas que llevaba junto a su alma y corazón, la de la virgen de la Merced, patrona de Chile, Perú y Argentina, también llamada Virgen de los Andes y de Las Damas San Martinianas, la Iluminada Concepción, la virgen de Chapí (Arequipeña), la Virgen Morena, la Macarena de Cobre, Santa Rosa de Lima, entre otras.
Reunión para formar la cooperadora del Hospital de San Ignacio (1.983).-
Eran épocas dulces, de noches en vilo y de pesca en el río, donde los peces que lograban sacar de las aguas iban a parar a las ollas de los estudiantes pensionados. Era una forma de vivir que realmente se extraña, entre amistades que surgieron y que fueron para siempre, en la lucha por llegar a fin de mes, la alegría que nunca se perdía, la comunicación fluida y la camaradería que no marginaba a nadie; eran judíos, morenos, japoneses, turcos, camaradas de diversas etnias que iniciaban carreras universitarias, entre ellas la de medicina, en una facultad que buscaba, sobre todo, formar al ser humano; el empezar la carrera al lado de la morgue producía un acercamiento a la medicina que generaba la huida de muchos y la fortaleza de los que se quedaban.
En esa época recuerda haber pensado que la vida puede convertirte en un peregrino buscador de felicidad, aún en medio de mucha incertidumbre; justamente esta incertidumbre también fue parte de la alegría y las sorpresas que lo encontraron en el camino. Recuerda sus años en el claustro estudiantil con profesores con guardapolvos muy blancos, almidonados y largos, eran como sabios, brillantes y reconocidos en el mundo, cuya maestría le daban la posibilidad de ser un médico a imagen de ellos; los camaradas caminaban detrás de ellos por los pasillos del hospital, siempre atentos a cada lección de aquellos verdaderos próceres de la medicina.
En el trayecto anduvo por rutas donde las historias surgían como leyendas urbanas, en donde los lugareños construían esperanzas; vivió en esos parajes con yacarés, carpinchos, tatú mulitas y pescados de escama y cuero, lugares donde el cuchillo y el machete eran indispensables para trabajar y para defender la vida. Los fines de semana duplicaba su tarea como curador de cuerpos, los heridos se multiplicaban y las historias de aparecidos también; era una zona inhóspita del litoral, sin agua y sin luz, donde el monte enmudecía la imaginación con su variedad de fauna y flora, eran sueños vivientes que creaban experiencias únicas y sumaban historias y experiencias fundamentales para contar, como médico rural y como hombre.
En la cima de caballos con monturas de cueros de ovejas descubrió lugares históricos, a veces impenetrables; el lugar donde acampo el general Manuel Belgrano, lugares de jesuitas, y tantos otros con maravillosas historias que quedaran en la memoria para siempre. Este recorrido generó una viva intención de escribir, de curar y ser feliz, y es por esa razón que se encuentra contando innumerables anécdotas que ayudan a completar esos espacios ávidos de leyendas.
Se hizo camino como pionero en parajes donde la necesidad era de vacunas y atención primaria, trayectos en los que vio trabajar fraguas y soldadoras que lo transportaban a su Lima natal, donde los recuerdos de su padre venían al presente con sus obras de cobre y plomo, quien fuera un ingenioso y dotado artesano capaz de transformar la nada en pura belleza.
Vio desarrollarse urbes y romper el silencio del monte con ruidos de bocinas y coches; vio los troncos o palenques de madera en cuyas argollas aparcaban los transportes a sangre cambiar por estacionamientos, y hasta escucho a sus pacientes contarle sobre el hombre misterioso con una motocicleta Norton, con barba espesa y tupida que se acercaba a los establecimientos de ramos generales a proveerse de cartuchos 12, munición tigresa y pólvora destinada a la escopeta que el mismo cargaba; vio campos y campos de oro verde, yerbales y cultivados que hacían honor a su nombre y grande a la región; vivió aventuras entre el Yabebiri, con sus aguas y la tierra, con su gente entrelazadas en una convivencia de mutuo acuerdo; vio convivir pasado y presente siendo uno devorado por el otro de a poco, mientras tanto él aprendía historia y vocablos, como el Mborere, y acompañaba grupos de aborígenes que vieron tiempos mejores de respeto e idolatría a la tierra.
De asombro en asombro la vida fue transformándolo en un adorador de cada terreno que pisó, de cada paciente que atendió y de cada familia que hasta hoy lo conocen como “dotor”.
Él nos cuenta de los extraños personajes que, refugiados en San Ignacio, Misiones, vivieron anónimos a las miradas, huyendo del horror de sus actos, que refugiados entre palmeras, flores del monte, orquídeas y helechos usurparon un rincón de la selva misionera ocultándose en la generosidad e inocencia de la gente.
¡Cuánto tiene por contar! mucho más, tanto más; aprendió a amar el místico pueblo donde su profesión llevó adelante cual sacerdocio, agradecido de lo que recibía en el cariño de la gente y las anécdotas diarias, entre lugares que inmortalizaron cuentos y soñaron vidas.
Su vida se fue llenando de recuerdos que evoca como si fueran postales desteñidas de una larga novela jamás contada; la sobrevivencia era natural, las leyes divinas así lo quisieron hasta que la civilización los empezó a apurar y, como en una picada de tierra roja, mojada y resbalosa, la modernidad fue transformando la región; animales pertenecientes al monte como las pacas, agutíes, ciervitos pororó, tucanes, conejos de tuzas cenicientas, gatos tiricas y onzas, y hasta algún yacaré que bajaba desorientado desde los saltos del Guairá limpiando de pirañas el Paraná, fueron objetos de su admiración, hoy con menos frecuencia, y muchas veces solo en fotos y recuerdos que empalidecen su exquisita presencia.
El niño, ya hombre, conoció la etapa más brillante de la yerba mate, las marcas competían en calidad, había trabajo para todos y todos eran felices con el sustento que les permitía a los lugareños proveer a sus familias; la vida poseía una encantadora simpleza en una época rústica y de aventuras sin fin.
Los turistas llegaban a conocer las ruinas, la casa de Horacio Quiroga y a respirar el aire de pueblo que aún conservaba trozos del pasado, congelado y adormecido en el tiempo, y, aunque los cambios llegaron, no fueron tan acelerados ya que los recuerdos y las vivencias se encargaron de retrasar el avance resistiendo la pérdida de la historia; cada lugareño hace frente a esa vida en blanco, negro y verdes tornasolados de pueblo con sus anécdotas y sus historias gravadas en la piel.
Las historias que conforman su historia como médico son muy distintas a las de los nosocomios de ciudad, él nos cuenta de picaduras de víboras, arañas y alimañas del monte misionero que causaban estragos en tareferos, rumberos y monteadores, algunos llegando con vida, otros ciegos, y muchos quedando en el camino dispuestos en los brazos de la muerte; otras experiencias se relacionaban con peleas de armas blancas y de fuego que obligaban a practicar las lecciones básicas de anatomía, todo esto con lo mínimo e improvisando con solo los conocimientos básicos. Eran curaciones heroicas, alumbramientos en medio del monte de aquellas tareferas que eran sorprendidas por el trabajo de parto entre los yerbales, en medio de las ponchadas; experiencias llenas de renunciamientos que fueron apuntalándolo, llevándolo a hacer patria en los pueblos nacientes, abrazado por la tierra roja, convirtiéndose en protagonista y hacedor de historias.
Habla de calles de tierra, sin luz y sin agua corriente, pero con buenos y centenarios aljibes que lo recibieron, y en los cuales ahora los adoquines se insertan. El hospital de San Ignacio no solo recibió su pasión como médico, sino su corazón como ser humano adquiriendo así el derecho, la vocación de defender esa tierra que lo adoptó y a la que llama su Patria Chica, de amar esa lonja de tierra donde dice quedarán sus huesos cuando el hacedor lo llame para atender en el cielo.
En la gente de su pueblo encuentra generosidad, apertura y hospitalidad con ansias de crecer, pero siempre aferrándose a su historia; amor hacia su pueblo, riqueza en los niños, el abrazo amable de los vecinos, el agradecimiento de generaciones enteras que cantan las hazañas del “Dotor” trayendo al mundo a sus abuelos, a sus padres, hermanos e hijos, un pueblo que le dio luz cuando los escuchó, y sin más que una mano ofreció la otra con nada más que vocación receptiva, forjando así el temple de quienes lo conocen.
Festejo por el día del médico en el Club Social de San Ignacio (1.978).-
El “dotor” que dejo su familia como muestra viva de su paso y que, como en la profesión no existe bajar los brazos, solo se tomó un descanso para incursionar en las plantas, para dejar que la madre tierra renueve sus energías y poder reflexionar así en cuanto tiene de vivido, superando experiencias, degustando aventuras, dejando huellas, siendo reconocido en su tierra y en la ajena, el doctor que deambula por las calles levantando la mano a quien lo reconoce en su andar como parte de un todo, como compañero de la tierra guaraní que adoptó y lo cobijó. Hoy andando lento, pero con poderosa voz, sigue curando cuerpos, blandiendo medallas
sobre su pecho, medallas imaginarias obtenidas con la emoción de aquellos que recuerdan en rondas familiares las historias y pasar del Doctor del pueblo.
Carol, el niñito y el Dotor, el niño que cumplió su sueño; se encuentran, se enlazan; la vida paso, fue apreciada y este relato es testimonio de ello.
Los dos, en simple armonía, dejan esta reflexión: entre la niñez y la vejez hay un instante llamado vida, aquí surgen las arrugas, esbozos que nos recuerdan donde han estado las sonrisas, y las canas se convierten en el recuerdo del andar. Hay que amar con fuerzas, que nuestra presencia deje huellas y tener siempre un proyecto bajo el brazo para lograr las metas. Cumplan años, que se vean como sueños siendo felices, porque la vida es maravillosa aún con tropiezos. Atte.: Carol, el niño que soñó ser doctor…y lo logro.
David Rebatta